Monday 30 July 2007

Despenalizar la discrepancia

Reinaldo Escobar (1947). Periodista, nació y vive en Cuba. Se licenció en Periodismo en la Universidad de La Habana (1971) y trabajó para diferentes publicaciones cubanas. Desde 1989 ejerce como Periodista Independiente y sus artículos se pueden encontrar en diferentes publicaciones europeas, en Encuentro en la Red y en la Revista Digital Consenso


O el derecho a proponer sin miedo lo mejor para nuestro país

Por Reinaldo Escobar, Camagüey

Que ser valiente no salga tan caro
Que ser cobarde no valga la pena
(Joaquín Sabina)


En su edición extraordinaria del 13 de agosto de 1993, la Gaceta Oficial publicó en la página 9 el decreto ley que despenalizaba la tenencia de divisas convertibles en manos de ciudadanos cubanos. Hasta ese momento miles de hombres y mujeres habían sido encarcelados por poseer alguna moneda extranjera, especialmente dólares. La ley no se promulgó para reivindicar el derecho de los ciudadanos a poseer monedas de otros países, sino porque --atendiendo a su primer por cuanto-- en las condiciones del período especial y por las dificultades económicas que atraviesa el país se hacen necesarias regulaciones y medidas nuevas en relación con la tenencia de divisas convertibles. Ya en su segundo por cuanto se reconocía que esta medida contribuye positivamente a disminuir el número de hechos caracterizados como punibles, lo cual aliviará y favorecerá el trabajo de la policía y los tribunales de justicia.

A lo largo de catorce años, la despenalización del dólar ha facilitado el incremento del número de personas que reciben remesas de sus familiares del exterior, lo que ha introducido un elemento de desigualdad con respecto al resto de la población y ha favorecido la fascinación por la sociedad de consumo. No han sido pocos los que han optado por abandonar puestos de trabajo de alta valoración social (maestros, ingenieros, etc.) para cubrir una plaza de menor calificación profesional en el sector turístico, donde se puede con más facilidad resolver las carencias, aunque ello entrañe dejar de aportar sus conocimientos y experiencias al resto de la sociedad.

La dolarización se puso en práctica cuando, a consecuencia del derrumbe del socialismo en Europa del Este, junto a otras calamidades había colapsado el sistema de distribución de artículos electrodomésticos (refrigeradores, televisores, lavadoras, etc.), que se basaba en los méritos sociales y laborales como requisito para adquirir dichos bienes. Justo en ese momento fue que apareció la posibilidad de comprar todo eso, e incluso más y de mejor calidad, a través de la moneda convertible.

Desde entonces, para tener objetos útiles, ya no había que hacer muchas horas de trabajo voluntario, ser cumplidor de la emulación socialista, donar sangre o asistir a las actividades políticas, ¡sino todo lo contrario!: dedicar todo el tiempo posible a buscar dólares y, como ocurrió en muchos casos, volver a relacionarse con los familiares “apátridas”, escribiéndoles lacrimosas cartas de reconciliación a cambio de jugosas y regulares remesas.

Aquellos que pretendan que algún día se despenalice en Cuba la tenencia y difusión de opiniones políticas discrepantes, posiblemente no tendrán la misma oportunidad que tuvieron los poseedores de dividas convertibles.


¿Es correcto decir que en Cuba está penalizada la tenencia y difusión de opiniones políticas discrepantes?

El artículo 53 de del Capítulo VII de la Constitución de la República de Cuba expresa:

Se reconoce a los ciudadanos libertad de palabra y prensa conforme a los fines de la sociedad socialista.

La Ley 80 de Reafirmación de la Dignidad y Soberanía Cubanas dada a conocer en vísperas de la navidad de 1996, dice en su artículo 8:

Se declara ilícita cualquier forma de colaboración, directa o indirecta, para favorecer la aplicación de la Ley “Helms-Burton”. Se entiende como colaboración, entre otras conductas:

Buscar o suministrar información a cualquier representante del Gobierno de Estados Unidos de América o a otra persona con el objeto de que pueda ser utilizada directa o indirectamente en la posible aplicación de esa ley o prestar ayuda a otra persona para la búsqueda o el suministro de dicha información.

Solicitar, recibir, aceptar, facilitar la distribución o beneficiarse de cualquier modo de recursos financieros, materiales o de otra índole procedentes del Gobierno de Estados Unidos de América o canalizados por éste, a través de sus representantes o por cualquier otra vía, cuya utilización favorecería la aplicación de la Ley "Helms-Burton".

Difundir, diseminar o ayudar a la distribución, con el propósito de favorecer la aplicación de la “Ley Helms-Burton”, de informaciones, publicaciones, documentos o materiales propagandísticos del Gobierno de Estados Unidos de América, de sus agencias, o dependencias, o de cualquier otro origen.

Colaborar de cualquier forma con emisoras de radio o televisión u otros medios de difusión y propaganda con el objetivo de facilitar la aplicación de la “Ley Helms- Burton”

Dos años después, en febrero de 1999, se aprobó la Ley 88 de Protección de la Independencia Nacional y la Economía de Cuba que daba cumplimiento a lo dispuesto en la anterior Ley 80, imponiendo sanciones que oscilaban entre los dos y los veinte años de privación de libertad, incluyendo de forma accesoria la confiscación de bienes, a quienes incurrieran en las acciones descritas como colaboración con el enemigo.

Apenas transcurrido un mes, el señor Carlos Lage Dávila, en su condición de presidente de la delegación gubernamental cubana al 55 período de sesiones de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, comentando sobre las interpretaciones que había tenido la Ley 88, declaró que “Por pensar y opinar nadie es sancionado en Cuba” y agregó: “Esta ley tipifica delitos de colaboración con el enemigo, no delitos de opinión como se ha querido hacer creer”.

Paralelamente a estas leyes, en el Código Penal (Ley 62/87) en el Capítulo II que incluye los Delitos contra la seguridad interior del Estado, se describe en la Sección Quinta, Artículo 103, lo que se conoce como delito de Propaganda Enemiga, que dice textualmente:

1. Incurre en sanción de privación de libertad de uno a ocho años el que:

a) incite contra el orden social, la solidaridad internacional o el Estado socialista, mediante la propaganda oral o escrita o en cualquier otra forma;

b) confeccione, distribuya o posea propaganda del carácter mencionado en el inciso anterior.

2. El que difunda noticias falsas o predicciones maliciosas tendentes a causar alarma o descontento en la población, o desorden público, incurre en sanción de privación de libertad de uno a cuatro años.

3. Si para la ejecución de los hechos previstos en los apartados anteriores se utilizan medios de difusión masiva, la sanción es de privación de libertad de siete a quince años.

4. El que permita la utilización de los medios de difusión masiva a que se refiere el apartado anterior, incurre en sanción de privación de libertad de uno a cuatro años.

En junio de 2002, en virtud de un Proyecto de Modificación de la Constitución patrocinado por 8 organizaciones, que nunca fue sometido a Referendo, pero que fue firmado para su aprobación por 8 188 198 ciudadanos, se le agregaron 68 palabras al artículo 3 del Capítulo I de la Constitución de la República, para dejar constancia del carácter irrevocable de el socialismo y el sistema político y social revolucionario establecido en esta Constitución…

Hasta aquí el cuerpo legal existente referente a la discrepancia política.


El pantanoso terreno de las interpretaciones

Atendiendo a lo que está legislado resulta evidente que cualquier persona que difunda una opinión que tenga como propósito promover un cambio político en Cuba incurre en una acción sancionable por las leyes. Especialmente si el cambio que se propone tiende a una dirección que pudiera alejar al país del sistema socialista, con independencia de la profundidad, la velocidad o los métodos con que debieran efectuarse los cambios propuestos. También delinque el que haga un comentario pesimista sobre el presente o el futuro del país, pues esto siempre puede ser visto como una predicción maliciosa tendente a causar alarma o descontento en la población.

“Por pensar y opinar nadie es sancionado en Cuba”, lo ha dicho Carlos Lage en Ginebra y lo repiten muchas personas investidas de autoridad en diferentes escenarios.

Lo de pensar no tiene sentido discutirlo, porque es sabido que la tecnología aún no ha sido capaz de poner al descubierto lo que las personas piensan, y está claro que no tiene ningún mérito proclamar que en el país cada cual puede pensar lo que le venga en ganas. En cuanto a opinar, ya es otra cosa, sobre todo si se hace en voz alta, o por escrito; más conflictivo resulta si la opinión llega a ser difundida en papel o por medios electrónicos (radio, televisión o Internet).

¿Cuáles opiniones políticas divergentes con la línea del Partido Comunista de Cuba pueden ser expresadas entonces que no sean susceptibles de ser interpretadas como una propuesta de cambio de sistema político, o peor aún, algo que de forma indirecta favorezca la aplicación de la ley Helms-Burton?

Veamos algunos ejemplos de opiniones conflictivas que, aunque no proponen explícitamente un cambio de sistema ni favorecen de forma alguna la aplicación de la Ley Helms-Burton, resultan altamente intolerables:

  • Los altos cargos públicos de la dirección política del país no deben ser reelegibles.
  • Sería positivo aceptar legalmente la pequeña y mediana propiedad empresarial en manos de ciudadanos cubanos, con la posibilidad de contratar mano de obra.
  • Debería decretarse una amnistía a los presos políticos.
  • Habría que flexibilizar las actuales restricciones migratorias, en particular lo concerniente al permiso de salida del territorio nacional y eliminar el concepto de salida definitiva con sus consecuencias de confiscación de propiedades e imposibilidad de regresar a residir en el país.
  • Es necesario abolir las medidas que discriminan a los cubanos en su propio país, como son las limitaciones a hospedarse en un hotel, obtener un contrato para un teléfono celular o tener acceso a Internet en todas las instalaciones que ofrecen ese servicio de forma comercial.
  • Sería saludable que cuando se hagan las elecciones a diputados a la Asamblea Nacional, los electores, además de conocer la biografía del candidato, pudieran saber cómo piensan éstos, en relación a determinados temas y si tienen un programa que proponer.

Me pregunto otra vez: ¿Es delictivo y por lo tanto sancionable difundir semejantes opiniones? Y me pregunto también, si la ley Helms-Burton sólo podría aplicarse en toda su extensión (devolución de propiedades, etc.) luego de que se haya derrocado la revolución, lo cual, según tengo entendido, sólo sería posible tras el exterminio del último cubano, ¿de qué manera puede la difusión de opiniones de este tipo favorecer dicha aplicación?


Crimen y castigo

Otro aspecto de la cuestión es el concepto mismo de “penalización”. En la práctica cubana actual existen diferentes variables para penalizar un hecho más allá de las que aparecen en el código penal. Por ejemplo cuando una persona, en virtud de sus opiniones políticas no es aceptada en determinados puestos de trabajo, o cuando se ejerce coacción directa o indirecta sobre ella porque tiene o difunde opiniones políticas discrepantes.

Esto último se realiza a veces con visitas al domicilio de la persona, para persuadirla cortésmente de que deje de emitir o publicar sus opiniones divergentes; o mediante los conocidos actos de repudio, ejecutados por organizaciones de masas o políticas, bajo la protección o con la anuencia de las autoridades policiales.

Nadie aceptaría, o al menos le parecería surrealista, el hecho de que sin previo aviso se presentara a su casa, por ejemplo, un funcionario del Instituto Cubano de Radio y Televisión a manifestarle su preocupación porque se han recibido informes de que en su familia nadie ve la telenovela cubana, o que un funcionario de la gastronomía le visite para indicarle que no es correcto que sólo tome refresco de limón.

Sin embargo a nadie le sorprendería, aunque podría asustarle, que un oficial de la Seguridad del Estado, vestido de civil y previa presentación del carné que lo acredita, vaya a verlo a su centro de trabajo o a su domicilio para informarle que ellos están al tanto de todos sus movimientos y que no ven con buenos ojos las reuniones que usted sostiene con otras personas, las opiniones que emite en público o los textos que escribe en la prensa (probablemente extranjera).

No es necesario que la visita se haga en plena madrugada y tumbando la puerta a culatazos (aunque sin duda resultaría más criticable) para definir este tipo de acciones como típicamente represivas. Suele ocurrir que la persona que muestra su carné es un hombre joven, correctamente vestido, de modales educados, que no alza la voz ni manotea y es poseedor de un elevado nivel cultural. ¡Hasta da gusto hablar con él!

Pero esa persona no va a entrevistarse con la otra a título personal, sino obedeciendo una orden de su jefe inmediato superior, en virtud de una operación diseñada por una institución policial. Se trata a todas luces de un hecho represivo y se hace con la deliberada intención institucional de impedirle o dificultarle hacer a un ciudadano lo que se afirma que la ley no prohíbe explícitamente: expresar discrepancias políticas.

¿Acaso será necesario argumentar mucho para demostrar que los mítines de repudio en los que quienes participan no tienen muchas veces ni la más remota idea de lo que hacen los repudiados, en los que se insulta, se empuja, se golpea, se escupe, constituyen verdaderos castigos, penalizaciones, contra acciones que en más de un caso nadie ha declarado punibles?


Salvar un capital que se desperdicia.

La peor consecuencia de estas anomalías no es precisamente la violación de un derecho humano individual, sino algo mucho peor; que la nación (la patria si se prefiere), pierde la saludable oportunidad de que sus hijos tengan la absoluta seguridad de que gozan de toda la libertad, para sugerir soluciones alternativas a los problemas.

El día que en este país se anuncie con toda claridad que ha sido despenalizada la discrepancia política seremos testigos de un hecho trascendental. De numerosas gavetas saldrán proyectos económicos, políticos, sociales, culturales y de diversa índole que han permanecido ocultos por temor a ser malinterpretados. Proyectos que no habrán sido elaborados por diletantes, ni por personas que pretenden ganar méritos con alguna potencia extranjera, sino por gente seria, profesional, honesta, inteligente e informada, pero que por ser respetuosa de la ley y amante de su familia no han querido exponerse a sufrir las penalizaciones aquí mencionadas.

No quiere esto decir que quienes hasta ahora se hayan arriesgado a dar la cara, y de hecho han padecido esas y otra penalizaciones por hacer propuestas alternativas, sean personas irresponsables, a los que no les importa ir presos y dejar a la familia en bancarrota, ni que sean teóricos improvisados que no saben lo que dicen, mucho menos que sean agentes del imperialismo.

Proclamar la necesidad de despenalizar la discrepancia tampoco tiene como propósito colocar a quienes han discrepado en un pedestal de héroes, ni siquiera reclamar la excarcelación de quienes están presos. De lo que se trata es de que la despenalización de la discrepancia política abriría un espacio, hasta el momento totalmente cerrado, y que esto elevaría el nivel teórico de las ideas, porque en cuanto se deje de reprimir o desestimular el libre ejercicio de la opinión política, lo más inteligente y honesto de la nación se pondrá en función de encontrar las soluciones que evidentemente no han aparecido.

La persistencia de los problemas así lo demuestra. Si por despenalizar la discrepancia sale gente en libertad, mejor aún, pero lo más importante es que fluya libremente todo ese capital intelectual que hoy, por enclaustrarse, se desperdicia.

Por otra parte esto crearía un ambiente más sano para la aceptación de la diferencia. Porque, como ya se ha dicho en otra parte, la aceptación de la diferencia no debe limitarse a las raciales, a las de credo religioso o a las que obviamente existen en relación a las preferencias sexuales, sino que esa aceptación debe extenderse a las diferencias en el plano de las opiniones políticas. Me gustaría saber sobre cuál principio general se puede erigir la aceptación social a una diferencia en particular, que no sea también aplicable para aceptar cualquiera de las otras.

Si se despenalizara la discrepancia política, probablemente no se podrá contabilizar directamente ninguna ventaja económica y siempre habrá que esperar que algunos pretendan ir más lejos, queriendo fundar partidos políticos o sindicatos independientes. Pero ya vimos, cuando se despenalizó el dólar, que eso no hizo posible comprar un auto lujoso con el dinero que mandaba la familia del extranjero, ni se pudo fundar una empresa, ni financiar una estación de televisión privada. El Estado tiene la demostrada capacidad de despenalizar la tenencia de un animal peligroso y crear los mecanismos para que no muerda a nadie.

Quizás el precio que haya que pagar por despenalizar la discrepancia política sea el de tener que escuchar un par de propuestas anexionistas y algunas febriles ensoñaciones de capitalismo salvaje, pero al menos no aumentará la prostitución, como ocurrió tras la despenalización del dólar ni habrá pérdida de valores, sino todo lo contrario: Se reducirá la simulación, el oportunismo tendrá menos razón de ser, dejaremos de sospechar de los amigos, la gente se sentirá más libre, con todo lo que eso implica para el mejoramiento espiritual del ser humano, y de paso, los muy calificados compañeros que hoy se ocupan de reprimir a quienes opinan diferente podrán dedicarse a cosas más útiles a la nación.

Pero no será fácil. Hay gente que subestima al pueblo y cree que éste se dejará persuadir en cuanto escuche los cantos de sirena del neoliberalismo. Son los mismos que no se creen ni una palabra de lo que proclaman sobre la justicia social y la solidaridad. Son los oportunistas de siempre que han medrado a costa de los honestos que, acertados o equivocados, se han creído en el derecho a proponer sin miedo lo que creen mejor para su país.

Sunday 29 July 2007

Carta abierta de Jorge Luis Arcos


Madrid, 29 de julio, 2007

Sr. Pomar, no lo conozco personalmente. He tratado de recordar posibles encuentros en Cuba entre usted y yo. No los recuerdo, sinceramente. Sí recuerdo personas en Cuba, amigos míos (presumo que al menos conocidos de usted también), que luego de haber firmado usted la Carta de los Diez, me hablaban de usted con admiración, por su valiente gesto, o con cariño. Cuando hace apenas tres años llegue al exilio, leí algunos artículos suyos de tema político que, como le comenté creo que a Luis Manuel García, me gustaron.

Claro, es que cuando usted firmó la Carta de los Diez (1991), yo ni siquiera era miembro de la UNEAC, sino un simple investigador sin libro publicado del Instituto de Literatura y Lingüística. Fue precisamente a partir de 1990, cuando publiqué dos libros, uno sobre Lezama y otro sobre Fina, que, en una fecha posterior (no la recuerdo ahora exactamente), solicité mi entrada en la UNEAC. Nuestras historias personales, sobre todo por diferencias de edad, no han sido coincidentes.

Le confieso que cuando usted en su primer texto contra Encuentro utilizó mi nombre para tratar de inferir una delirante relación entre Encuentro y la UNEAC, lo primero que pensé, luego de mi natural sorpresa, fue: esta persona no me conoce en lo absoluto. Más allá de la gravedad de sus acusaciones festinadas, sin argumento ni prueba alguna con respecto a mi relación –pero ¿es que esto es posible ahora?- con la UNEAC, y, para colmo, a través de mi persona, del propio Encuentro con esta, me dije: esta persona tiene un prejuicio, se ha construido un estereotipo por el hecho de haber sido yo director de la revista Unión desde enero de 1995 hasta mi salida de Cuba en julio del 2004, donde por cierto trabajaba con dos personas, Enrique Saínz y Horacio García Brito, quienes siempre me hablaron bien de usted en el plano personal.

Creí, sinceramente, que había -una de dos, o acaso las dos-, o una gran confusión o una muy mala intención de su parte, difamación mediante. Incluso puedo comprender que a usted le moleste el hecho de que, luego de haber dirigido la revista Unión durante diez años, ahora sea miembro del consejo de redacción de la revista Encuentro, con la que colaboro además desde su fundación. Puedo comprender esto como motivo de recelo en una persona que no me conoce, pero no puedo por ello aceptar sus inferencias falsas. La historia no es tan sencilla. Ciertamente, todos, incluido usted, tenemos un pasado insular, ¿qué duda cabe?

Le digo todo esto para tratar de reconstruir una relación inexistente, y porque en mi soledad me he preguntado muchas veces qué extraño conocimiento o desconocimiento más bien, pueden haber justificado sus inferencias. Sin embargo, me parecieron tan delirantes sus acusaciones que, contra mi natural modo de ser (le confieso), me abstuve de responderle, sobre todo porque hubiera tenido que hablar también en nombre de una asociación, revista, periódico, que creo que rebasan mi caso particular (aunque yo haya sido generosamente aceptado como miembro del consejo de redacción de la revista), y que tienen sus conocidos directores, una muy larga trayectoria en ese proyecto, etc. Mi opinión sobre Encuentro, por ejemplo, la que le compete a mi experiencia personal, más insular que diáspórica, la escribí, por ejemplo, sea cual sea su valor, en “Diez años de Encuentro en Cuba”. Pero no me quedé, no obstante, conforme con mi silencio ante sus acusaciones peregrinas.

Ahora usted vuelve a relacionarme con sus ataques a Encuentro, a propósito de la reciente polémica en torno a Padilla, y esta vez no voy a quedarme callado, aunque quiero advertirle algo: lamento defraudarlo, pero voy a hablarle a título exclusivamente personal. Sobre todo lo relacionado con Encuentro, repito, sin duda hay personas más competentes, con más responsabilidad y con más experiencia dentro de ese proyecto que podrán satisfacer o no sus expectativas. No es que yo no pueda intentar hacerlo pero, insisto, creo que no me corresponde a mí ni es mi interés en este momento. Por tanto me voy a concentrar (al menos en esta ocasión) en lo que me atañe a mí directamente.

Trataré de ser breve. Con respecto a sus acusaciones de que yo soy ese delirante vínculo entre Encuentro y la UNEAC, sólo puedo desmentirlo sencillamente. ¿Qué otra cosa puedo hacer ante tan difamante y estrafalaria acusación? ¿Me pide usted acaso que trate de probar mi inocencia? Le repito, usted y yo no nos conocemos, pero menos mal que muchas otras personas me conocen como para no tener que desgastarme en aclararle algo sin fundamento alguno. Sería ridículo de mi parte que intentara siquiera responder algo para lo cual no da ni pruebas ni argumentos, sólo su presunción personal, y ante lo cual me obligaría a referirme a cuestiones que sólo existen en su imaginación o deseo. Si usted, ante cualquier duda, se hubiera dirigido a mí, con mucho gusto habría conversado con usted, y le hubiera aclarado cualquier cosa. Pero no, usted optó por difamar antes que dialogar.

Por favor, no intente “utilizarme” más para sus fines, sean cuales sean estos. No soy “utilizable”, sencillamente, mucho menos por usted que no me conoce. No soy su comodín ni su pretexto. Siga usted si quiere su batalla contra Encuentro, del que yo soy, efectivamente, voluntaria y conscientemente parte, pero no me mencione más en vano. Eso a quien daña en su reputación es a usted mismo.

Para tratar de ser breve, como prometí, me centro en su más reciente comentario.

Como cualquier lector podrá comprobar, no he injuriado a Belkis Cuza Malé, a quien admiro como poeta y así lo digo en mi texto. Sólo disiento de que para defender a Padilla en contra de las opiniones de Pablo de Cuba trate de descalificar al crítico con acusaciones ideológicas e insultos personales. Si se leen bien mis dos comentarios, lo que hago es defender a Padilla, tanto literaria como políticamente, y no comparto el punto de vista de Pablo de Cuba, a quien por cierto, conozco personalmente y, como ya [ha] hecho también muy certeramente Duanel Díaz, doy fe de que más allá de nuestras diferencias de juicio, no es un “castrista”, ni lo mueve ningún interés de dividir el exilio, más allá de lo pertinentes o no que puedan ser sus juicios. Pero a usted todo, cualquier cosa, le viene bien para su “batalla de ideas” contra Encuentro, como ese Fermín Gabor apócrifo que publicó, creyendo que era el verdadero, haciendo el ridículo.

No escribo a nombre de ninguna revista o periódico (al menos no en esta ocasión), sino en el mío propio. Ejerzo mi criterio, mejor o peor, errado o no. En fin, ejerzo mi criterio personal. No soy, en los textos que he escrito a favor de Padilla, vocero de nadie, sino de mi propios juicios.

No tengo que despejar ninguna duda (lamento que usted la tenga o que sencillamente intente crearla) acerca de mi persona, porque, que yo sepa, usted no es un tribunal, ni yo tengo que rendirle cuentas de mi vida. Las únicas cuentas se las debo a mi conciencia. Respondo por lo que escribo. Soy un exiliado como usted, con mi propia historia particular, como hay miles y miles, todas diferentes. Tengo un pasado, un presente y un futuro, como usted, y como miles de cubanos más, todos diferentes. Yo no soy juez de Padilla, mucho menos de Belkis, ni de nadie –usted sin lugar a dudas se erige en juez de los demás sin tomarse el trabajo de probar sus acusaciones.

Sólo he expresado mi opinión como crítico, ni más ni menos. A eso me atengo. Usted dice: “Inaudito”, y cree que diciendo eso ya está dicho todo. Ve conveniencias y componendas donde no las hay. Claro que usted quiere verlas a toda costa. Pero, por favor, le repito, no mezcle mis juicios profesionales, personales con sus superobjetivos ya conocidos. Sencillamente, no le sirvo para eso. Búsquese otro pretexto u otro comodín más idóneo e, incluso, le advierto, más conveniente.

No tengo que avergonzarme de haber ejercido como “catedrático”. Sí, efectivamente, he sido investigador literario, profesor universitario, ensayista, crítico, antologador, editor de libros y director de revistas, conferencista, trato de escribir poesía..., y claro que otras muchas cosas más, por supuesto, como cualquiera. Me halaga que me digas “sofisticado”. No sé si lo soy. Soy lo que soy y punto. Usted trata populistamente de vincular lo sofisticado con la pedantería intelectual. Me extraña que un ensayista, germanista, traductor, periodista, editor, etc, como usted, caiga en esa trampa que puede revertirse contra usted mismo.

Para colmo, como cualquier lector podrá comprobar, cuando usted ofrece sus argumentos a favor de Padilla, ¡coincidimos en casi todos los argumentos! Algo que se cuida usted mucho en reconocer. Vaya, qué extraño, qué casualidad… ¿Es que no se ha dado usted cuenta, o acaso es tanta su pasión que no se percata de lo más obvio, diferencias de lenguajes aparte? Pero los lectores sí se dan cuenta, Pomar. Los lectores no son analfabetos ni tontos, y más allá de cualquier diferencia profesional, de gusto literario, etc., saben leer. No tienen que creer lo que les dice Pomar solo porque lo dice Pomar. No es tan sencilla la cosa. Pueden leer solos y sacar sus propias conclusiones.

Insistiendo en este último punto, ¿así que no queda claro en mi primer texto cuál es la Historia, el totalitarismo al que me refiero? ¿Cuál si no la Historia y el totalitarismo cubanos, refiriéndome a Padilla, pueden ser? Pero ¿usted cree que los lectores son imbéciles? Asimismo, quién habla de “evasión” en Padilla sino usted. Yo digo todo lo contrario ¿o no? Comprendo que usted aproveche todo, cualquier cosa, para atacar a Encuentro, pero, por favor, sea al menos más inteligente al hacerlo. No insulte la inteligencia de los demás.

Por último, termina usted diciendo: “Como para enloquecer. Yo aquí ¿qué remedio?, ya solo estaba haciendo literatura”. Vamos, Pomar, ese final no lo salva ni su presunta ironía. No pose de víctima cuando usted ha elegido el papel de victimario y de juez. Tal vez haya enloquecido y, como sería entonces de rigor, no se da cuenta. Pero no, no lo creo. Hay demasiada mala intención y mala maña en sus más que transparentes intenciones (razones atendibles o no según el caso, eso es otra cuestión), como para pensar que ha enloquecido, más allá de lo “locos” que podamos estar todos los cubanos.

Concluyendo. Yo sé, todos saben, que su batalla es contra Encuentro. Opiniones mías aparte (también muy personales y que no es mi objetivo ventilar aquí ahora, como ya he aclarado), no le discuto su derecho a emprender esa batalla a toda costa. Pero fíjese que digo a toda costa. Pero, por favor, al menos no a costa mía. Usted, para sus fines, me ha convertido en su enemigo. Me ha difamado, ha tergiversado mis juicios, etc, como podrá comprobar cualquier lector inteligente.

Yo, ciertamente, diferencias de pensamiento aparte, y acaso hasta las comprobables coincidencias mediante (con respecto a Padilla), no he sido nunca su enemigo. Desgraciadamente, gracias a usted, y a no ser que usted quiera reconsiderar su posición para conmigo, ahora lo soy. ¿A quién ayuda esto, Pomar? ¿Qué buena política puede fundarse sobre presupuestos tan falibles? ¿Es que sus argumentos y sus fines son tan absolutos, tan perfectos, tan puros, que no viene a cuento si por el camino tiene que jugar con el prestigio de otra persona?

Vuelvo a repetirle, usted no me conoce. Quiero que sepa que me hubiera gustado conversar estas cosas personalmente, frente a frente, y aclararlas o no. Pero usted se empeña en continuar utilizándome para sus fines (sean cuales sean, en este momento no es lo que más me interesa precisar), y no le puedo permitir que lo haga, al menos con esa festinada e irresponsable impunidad, en más de un sentido, a mi costa. Presumo que, además, al responderle, acaso sirvo a sus intereses. Pero eso depende más de usted que de mí. En este instante, al menos, sólo me interesa aclarar mi posición ante los lectores. Ni más ni menos.

Jorge Luis Arcos


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Estimado Jorge Luis:

El apelativo no es en absoluto irónico. Tampoco es falta de respeto o hipocresía de mi parte. Simplemente, no resisto el “ustedeo”. Ando por el mundo mentalmente en mangas en mangas de camisa. Detesto el empaque y la etiqueta. Por lo demás, noto que en tu misiva, sin querer, me tuteas.

¿Cómo decírtelo? Cuesta arriba hacerte comprender porque tú, por qué singularizarte. Puedo asegurártelo: nada personal me mueve contra ti. Créeme, siento haber tenido que lacerarte. Sé lo que es. De veras. Mis especulaciones sobre tu tráfago no denotan odio.

Trátase, digamos, de la esgrima foral al uso en cualquier democracia que se respete. Esto no es más que un diálogo. Abre El País, El Mundo o el ABC , mira este asunto desde ese ángulo y te persuadirás. Yo, por ejemplo, soy mucho más caballeroso que tus correligionarios del PSOE, o los míos del PP (soy fan de Aznar y Rajoy, ¿sabes?) en las Cortes, donde no es raro verlos "botarse para el solar". Mi modelo es la Cámara de los Comunes británica o el Congreso nortamericano, donde los diputados se dicen hasta del mal que van a morir en lenguaje elevado, sin perder la compostura.

En cierto modo, eres para mí una magnitud abstracta. Porque, en efecto, ¿cómo odiar a quien no se conoce? No siendo de esos neosamaritanos con el corazón “más grande que la cavidad”, no amo a todo el mundo. Lo cual no implica que lo odie. No me agrada buscarme enemigos por puro gusto. Ya me van sobrando desde hace rato los que no me he buscado.

Algún día, cuando todo haya pasado, suponiendo que aún valga la pena y lo desees, me sentaré a explicarte por qué a Jorge Luis Arcos. Aunque, si te esfuerzas a testa fría, no tardarás en descifrar la clave del secreto. Sencillamente, juega el asunto como una partida de ajedrez en la AECC: mueve un poco sobre el tablero imaginario caballos, alfiles, torres, dama y reina. Al menos, a grandes rasgos, seguro darás con la respuesta. Tampoco es imprescindible que lo intentes o logres.

Me ha causado regocijo tu carta abierta, el hecho de haber reaccionado al fin. Constato que por tus venas corre sangre y no horchata. Has demostrado pudor. Lo cual es un buen anticipo. Te honra. Si bien, no has despejado casi ninguna de mis interrogantes, es tu derecho ignorarlas. Y como bien dices, no soy juez para juzgarte.

Habría dado cualquier cosa por continuar colaborando en Encuentro. Colegialmente, con independencia de las respectivas filiaciones, sin censura ni autocensura, responsabilizándose cada cual con sus textos y criterios, enzarzándonos a diario en debates de gran calado y calentura sin malquistarnos.

Pero me echaron, sin ceremonias, arbitrariamente. Y nadie se solidarizó conmigo. Tu tampoco, que sin embargo habías oído hablar bien de mí en Cuba y leías mis textos. Así las cosas, sucedió lo que sucedió, pues tampoco por mis venas corre horchata en vez de sangre. No aspiro al monopolio de la nobleza.

Por el momento, ya es demasiado tarde para sentarme contigo ni con la dirección de la Asociación a fumar la pipa de la paz doctrinaria. No quiero satisfacciones personales sino soluciones democráticas.

La suerte está echada y el hacha, enterrada. Lo que me restaba en el tintero para ti ya se ha gastado. Quedan graves interrogantes pendientes de respuesta. Conque, sigamos intercambiando estocadas retóricas, limpiamente, sin rencor, como buenos caballeros de las letras. Te deseo suerte, éxito, lucidez y salud.

Saludos,

Jorge A. Pomar

Saturday 28 July 2007

Razones para la neurosis y la paranoia en la Diáspora

A propósito de la polémica sobre Padilla-Belkis

Por Jorge A. Pomar, Colonia

No poseyó el talento de un profeta [...] el terror con que oían / las noticias y los partes de guerra. [...] y analizó las ruinas, pero no fue capaz de apuntalarlas. [...] No develó ni siquiera un misterio. [...] La Estilística tampoco se ocupará de él. / No hubo nada extralógico en su lengua. / Envejeció de claridad. Fue más directo que un objeto.
(Fuera de juego
, de Heberto Padilla)

Sean cuáles fueren los motivos individuales de cada cual, la querella en el blog Penúltimos días sobre Belkis Cuza Malé, eco de la desatada por la insólita exclusión de la poetisa del homenaje de la Asociación Encuentro de la Cultura Cubana (AECC) a quien fuera su compañero de vida, se va dando ya un aire al melodrama de círculo de tiza caucasiano (Brecht) en torno al niño balsero Elián González. Desde luego, no moverá masas pero, por lo pronto, ya va sirviendo al tercero sonriente para marear la perdiz intelectual a ambas orillas culturales.

Gústeles o no a los querellantes, sean cuales fueren sus intenciones, desvía la atención de dos temas álgidos. A saber, primero: el avanzado grado de “haitianización” (perdón a los haitianos) y bantustanización de la Isla: ...y analizó las ruinas, pero no fue capaz de apuntalarlas. (Citarlo no implica darle la razón sobre sí mismo.) El Período Especial, cuya continuidad el heredero en persona admitió el 26 de julio, no deja lugar a dudas sobre el fiasco de aquel “Yo te invito a creerme cuando digo futuro”, del cantautor oficial Silvio Rodríguez. Dos botones de muestra: las imágenes del "carnaval de la tristeza" de Santiago de Cuba en Cubanet y el impactante documental Buscándote Havana.

Quizás ella misma no lo haya descubierto entre los celajes de su bola de cristal: Belkis, además de médium, dicho sea de paso, excelente don para una poetisa, es también un espíritu de contradicción, una abicú que “hace honor a su estigma empuñando a su vez un gran mazo de escoba amarga para devolver golpe por golpe los fuetazos que merece y a gusto recibe”. Rompo aquí, pues, otra lanza por ella y su derecho al pataleo.

Romperé próximamente una tercera para elaborar, a la luz de la doble experiencia totalitaria alemana, acerca lo que hay de cierto en su tesis sobre los pinos nuevos que llegan al exilio intelectual a imponer virtudes y defectos de una generación crecida al amparo del Ministerio de Cultura de Abel Prieto", creyéndose que "se las saben todas", que están "más allá del mal y el bien", escribiendo "en un lenguaje de entendidos"... Cierto, a veces se le va la mano y le da al que no le dio o quiso darle.

La comparación con Leopoldo Ávila grita al cielo: Pablo De Soria no tira la piedra y esconde la mano desde el anonimato de un seudónimo. Y no es un potentado del régimen, como el José Antonio Portuondo (fallecido) que se ocultaba detrás del tal Leopoldo para arremeter, a nombre del Gobierno, contra Heberto Padilla y sus valedores desde las páginas de la revista Verde Olivo, órgano de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) . Sus intenciones, las conocerá él. Pero está en su derecho a escribir cuanto se le antoje, a acertar y errar. Belkis también tiene derecho a replicar e indignarse.

La vehemencia, la rabia, más o menos acentuadas o atenuadas según las diferencias de temperamento, situación y fama, han sido rasgos comunes a otros intelectuales exiliados bajo acoso. Sobran casos: Reinaldo Arenas, Cabrera Infante, Lorenzo Vega, César Leante, Servando González, María Elena Cruz Varela, Zoé Valdés...

A favor de Belkis en lo fundamental, no me cuento entre los que proclaman que Padilla fue un poeta (usaré el término en el sentido alemán de Dichter, que designa a todo escritor que logre alcanzar cualidades poéticas) “mayor” o “menor”, disquisición bizantina si las hay. Ella fue su amada esposa, y está bien que cante sus amores y airee los agravios sufridos por ambos. Yo no fui amigo ni enemigo del poeta. Pero, además de sus poemas trascendentes, admiro su coraje civil, tan escaso entre intelectuales.

Pese a haberle hecho la cruz a toda poesía etiquetada como “comprometida”, luché un ejemplar y me lo leí de un tirón. De Fuera de juego me dije, tácitamente, al final de la lectura: “¡Buen libro, por el qué y el cómo!” Aquella lectura esparció sus esporas durmientes en el fondo de mi conciencia de estudiante “problemático" en la Universidad de La Habana del año de la Primavera de Praga. No desafecto, sí "conflictivo". Pues, en tanto que animal político, era yo apasionada y críticamente afecto al proceso, como el autor de aquel poemario en llamas.

O sea, aún no estaba maduro para hacer algo más que comprender pasivamente aquel mensaje disolvente. Sin embargo, desconfiaban de mí. A tal punto que, cuando a mediados de los 80 lo emplantillaron como editor o corrector de estilo libre (ambos laborábamos en casa) en Arte y Literatura, no me lo hicieron saber hasta que no se dio de baja para marchar al exilio, a pesar de ser yo el secretario ideológico del PCC. Ahora bien, como no siempre he sido el de ahora, a fuer de sincero he de confesar que no albergo la menor duda de que a la sazón no me habría ni solidarizado ni malquistado con él.

[Para los suspicaces: mi caso no está envuelto en ninguna nebulosa de Andrómeda; pueden indagar en el Palacio del Segundo Cabo o en la sede de la UNEAC. De todos modos, quiero volver a dejar constancia aquí de que yo también, aunque no de los halalevas, fanáticos o "trepamares" (Neruda), tuve que mudar, con dolores y reconcomios, mis dientes de leche castristas. Aunque no del todo. Algo me queda, a mucha honra. Por ejemplo, como el Führer criollo, no soporto las medias tintas donde no quepan. Y amo el riesgo. Por lo demás, el epíteto peyorativo de "castrista", que abarca gatos pardos de todos los pelajes, es casi un piropo aquí en Europa Occidental. No hay que aterrillarse tanto.]

A buen seguro, aquellas esporas hicieron lo suyo en mi piquis, a la par con (hubo vivencias desconchinflantes, claro, pero sigamos con las letras) ciertos dicharachos y graffitis de burda factura que fueron añadiendo estratos al poso de mis incertidumbres. Decían, por ejemplo, “La culpa la tiene el imperialismo”, “El socialismo lo que hay es que saber vacilarlo”, “Antes los blancos estaban arriba y los negros abajo, y ahora los negros están abajo y los blancos arriba, pero todos más abajo”, y un largo etcétera de lacónica protesta literaria callejera.

Si bien el poeta era más refinado y estético, me agradaban en ambos medios el lenguaje más directo que un objeto, ocurrente; el afán de transmitir mensajes inquietantes, de alborotar el hormiguero. Digo más, pintadas y frases populares poseían una capacidad de convocatoria superior a los versos: le hablaban al cubano de a pie en su propio lenguaje de andar por el barrio.
En cambio, la querella que dio inicio al Quinquenio Gris en 1971 no bajó a la calle.

En cambio, el poeta apelaba a su gremio, manejaba el símbolo y la metáfora culta, pareciendo defender licencias verbales. Desde luego, es una comparación a posteriori, hecha mientras recapitulo el debate sobre la reacción de Belkis al artículo Pablo Cuba de Soria en Penúltimos días y tecleo este texto. El poemario de Padilla era, en general, una hábil sinécdoque, el recurso del todo por la parte aplicado al discurso subversivo. Como ven, a la postre aprendí la lección y ahora estoy usando versos suyos como muletillas en este artículo. ¿Qué mejor prueba de que el poeta ya lo había dicho todo en 1968?

Ningún poeta es genial a todo lo largo de su obra. Todos, sin excepción, son unas veces “mayores” y, otras, “menores”. Ya lo decían los latinos sobre el autor, putativo, de la Iliada y la Odisea, Aliquando bonus dormitat Homerus: “De vez en cuando se duerme el buen Homero”. Si difícil es ser invariablemente genial, más difícil aún es innovar sin incordiar y, por ende, enajenarse para siempre al lector sin ínfulas de literato.

Las más de las veces que alguien ha conseguido atar ambos cabos en la modernidad (Joyce, Proust, Pound, Eliot, Montale, Ungaretti, Quasimodo, Jandl, por mencionar a los modelos extranjeros caros a los sofisticados ultravanguardistas del patio) ha sido a expensas de la amenidad, y aun de la legibilidad. Son textos abstrusos, a menudo fascistoides, escritos para colegas, críticos especializados y profesores, y sobre todo para deslumbrar a la secta de los iniciados. Su utilidad poética es, a lo sumo, experimental, de laboratorio literario.

Por definición, tanto más difícil resulta innovar y ser genial a tiempo completo en la lírica con los recursos del coloquio, que es habla armoniosa pero de hijo de vecina. Los poemas contestatarios que catapultaron a Padilla a la fama y el infortunio no están en modo alguno mejor escritos ni son más bellos que los anteriores de alabanza al régimen. Sin embargo, las conocidas contradicciones ideológicas del poeta en el exilio, que hacía gárgaras con el marxismo --en 1995 a mí me desconcertó en Berlín--, prueban que unos y otros eran subjetivamente honestos.

Más allá del sesgo estilístico individual, no hubo ni podía haber nada esencialmente novedoso en sus versos a nivel de forma y mensaje: No poseyó el talento de un profeta [...] No develó ni siquiera un misterio. (No a las enciclopedias, pero sí a los ignorantes como este servidor.) Tal presunción es falsa. No ya porque el bardo haya asimilado algo de sus modelos de Europa Oriental u Occidente, lo cual es de rigor en todo oficio perfectible, sino porque hace rato que no hay nada nuevo bajo el sol en literatura.

En cuanto al contenido, tampoco podía haber nada novedoso en aquel lúcido alegato lírico por la libertad de expresión en 1968: La Estilística tampoco se ocupará de él. / No hubo nada extralógico en su lengua. ¿Por qué entonces, de repente, unos poemas cobran importancia estatal? Elemental: abolida la sociedad civil, suprimida sin fisuras la libertad de palabra en foros públicos, censurada la prensa escrita y audiovisual, aherrojado el teatro bufo, prohibido el humor político, todo ese vasto campo de expresión, devenido peligroso, pasó a ser coto vedado de los literatos con agallas.

Parodia, alegoría, parábola, ironía, sutileza, abstracción, fantasía, sublimación, doble sentido, crítica constructiva o destructiva, en suma, el monopolio de la violación --más o menos abierta-- de tabúes oficiales, constituyen su irresistible baza de triunfo bajo el totalitarismo. Sin duda, el sistema coarta también la expresión literaria, pero no puede evitar abrirle, por defecto, un margen de juego que facilita, tanto al escritor cabal en busca de su verdad como al execrable (que también puede ser talentoso) en busca de fama negociable, la labor altruista o egoísta de hacerse sentir en la comunidad, de adquirir fácil notoriedad por alergia oficial dentro del país y prestigio de inconformista en el extranjero. Todo depende de que sepa manejar con destreza ese formidable arsenal estilístico.

Es como si la asfixia totalitaria compulsara al escritor a buscar a toda costa la excelencia como recurso legitimador de sus transgresiones y/o de su afán de preeminencia internacional. Resumiendo, las democracias, corruptas o no, y las dictaduras autoritarias "duras" o “blandas”, potencian el periodismo, que tiende a contaminar las bellas letras. En cambio, las totalitarias, al ensanchar el diapasón temático y proscribir la provocación abierta, fomentan sin querer la calidad literaria, catapultando al escritor osado a la gran escena pública a expensas de los medios de difusión. Por carambola, los periodistas, como se aprecia en
Granma o La Jiribilla, se tornan cada vez más líricos, delirantes, fantásticos, mientras los literatos pueden medrar usurpando funciones de prensa.

Esa extraña dialéctica explica la paradoja de que --ejemplificando lo dicho con un caso que, como germanista, conozco bastante bien-- la literatura fuera relativamente superior y mucho más importante en la RDA que en la RFA. Da cuenta también de la brusca decadencia de las letras germanoorientales tras la caída del Muro. Sencillamente, la prensa libre ha vuelto por sus fueros, relegando al escritor a los estrechos confines estéticos de su oficio.

De ahí que, para no salirnos del catálogo de Arte y Literatura, un Hermann Kant (
El aula, La estancia), un Erik Neutsch (Dos sillas vacías, En busca de Gatt), un Erwin Strittmatter (Ole Bienkop, El hechicero I), un Dieter Noll (Las aventuras de Werner Holt, Kippenberg) y hasta una narradora fuera de liga, nobelable, como Christa Wolf (Cielo dividido, Casandra), quienes en su apogeo epataban un mes sí y otro también a los “cabezas de hormigón” del PSUA (SED) y tanto daban que hacer a la STASI, se vean hoy opacados en la Alemania reunificada. Un fenómeno común a Europa Oriental del que no escapará la Isla.

Ponerse a especular qué hubiera sido de la obra de Padilla en el supuesto de haberse consagrado a la “poesía por poesía”, o sea, al arte del lenguaje por el lenguaje, sería “irreal”. El poeta, hombre de pasiones e ideas, jamás habría sido un Julián del Casal contemporáneo. Abundan entre nosotros los juglares eremitas encerrados a cal y canto en su torre de marfil, dentro y fuera de la Isla. Pero no se sabe de ninguno que haya rebasado los confines del gremio transitando por semejante laberinto ciego. Además, ese prurito aristocrático merece un concepto peyorativo: evasionismo.

A fuerza de exprimir vocablos, de versificar al vacío cerebral, reinventan quimeras, paraísos artificiales, el unicornio azul de Silvio Rodríguez. Mientras, “la ciudad se derrumba y yo cantando”. Demasiados poetas culteranos en la Isla. Su número supera ya al de los decimistas, que ellos también hoy apenas cortan versos para dormir bueyes. Cualquier burócrata cultural adorna su esterilidad con el título gremial (y la corresponiente boina o gorra de visera) mediante el trámite de hacer valer su influencia para publicar, a veces con la ayuda interesada de algún
ghost writer agradecido, un par de cuadernos repletos de cursilerías neoprogresistas, lugares comunes, parafraseos plagiarios y greguerías edulcorantes

Se echa de menos la sustancia neuronal útil. No obstante, esos poemarios benéficos, de cuota, también puntean. Son “hierros” curriculares para una edición, una beca, un estipendio, una gira de lecturas, un contrato universitario en Occidente... Aquí entra en juego un aspecto maquiavélico de la nueva política cultural de La Habana: facilitarles la adquisición de la codiciada “tarjeta blanca” (documento decisivo para viajar al extranjero) a los autores incómodos mezclados con los dúctiles, los díscolos y los sonsos, que también los hay.

A muchos analistas se les escapa el detalle de que, detrás de la presidencia de la AECC, que sólo hace en Madrid el papel de fideicomiso idóneo, se encuentra una poderosa colusión de fundaciones y partidos “progresistas” que colabora de buen grado con La Habana. Ahí nadie engaña a nadie. El escandaloso silencio de la Asociación obedece a dos causas: no tienen alibí creíble y las espaldas, bien cubiertas. A su vez, el silencio de la gran prensa del exilio guarda relación con el temor a malquistarse con esos mismos mecenas y perder apoyo.

Hacerse molesto en Cuba es ya un
modus vivendi, tanto para contestatarios como para farsantes. A los segundos, para engrosar la quinta columna intelectual en el extranjero. Son los que confunden, los que nos hacen “ver castrismo por todas partes”, los que dan pie a la paranoia, porque están y no están, no están y están. A los primeros, porque una vez fuera de la Isla sus protestas y denuncias pierden solera, legitimidad, desactivándose. O bien, como en el caso de Padilla, que no “envejeció de claridad”, el desarraigo y sus propios conflictos internos les secan la fuente inspiradora. Para ellos la neurosis es la alternativa en una época infame.

No en balde, Reinaldo Arenas, que no escurría el bulto ni doraba la píldora, escribió relatos histéricos, tiradas de insultos y escarnios contra la “madre de los tomates” en el
establishment insular y en La Florida. Habiendo recorrido el laberinto carcelario, del que emergió al borde de la demencia, fue en la comunidad cubano-americana un autor “imperfecto”: insolente, deslenguado, escatológico, solariego...


Tampoco él encajaba en sitio alguno. Enfermo y sin dinero, "marielito", gay and coloured en el pleno período de acomulación originaria del capital, cuando aún escaseaban en Miami las instituciones culturales, lo ningunearon, denigraron y abandonaron a su suerte. Para luego, post mortem, tironeárselo de una orilla cultural a la otra. En la comunidad cubanoamericana de Estados Unidos, esas cosas han cambiado; en Europa Occidental, no.

En su momento, Padilla tuvo la lucidez de percibir la agonía de la cubanidad, la guerra civil latente: ...el terror con que oían / las noticias y los partes de guerra.
Como todos sus colegas y amigos de la UNEAC, por demás. Sólo que él fue el primer poeta que se atrevió a poner en blanco y negro, no sin cierta rudeza didáctica eficaz, la realidad pseudorrevolucionaria, estando dentro de la cueva del león. Se expuso a un zarpazo que le había sido anunciado a cuatro ojos entre las turbulentas jornadas de premiación en 1968 y la orden de arresto en 1971.


Desoyó las advertencias, dejando de ser, ex profeso, uno de los megáfonos eufónicos del castrismo. Su drama personal, como el de otros renegados, consistió más bien en haberse sobreestimado a sí mismo. Premeditó el acto transgresor, previó sus consecuencias. Pero, a la hora de la verdad, no dio la talla. Angustiado por las dudas del disidente que, por afinidad ideológica, no las tiene todas consigo en la frontera liminal que se dispone a cruzar, flaqueó a la vista del horrendo instrumental represivo que le mostraron los carceleros del Estado en los pulcros sótanos eclesiales de Villa Marista.

Su grandeza, su valor paradigmático, no está, pues, tanto en las bondades formales de su poesía como en su coraje civil, en haberse aventurado a sabiendas, a pesar de su temor y de sus dubitaciones, por terreno minado. Acto supremo, de un lirismo existencial comparable al suicidio de Alfonsina Storni adentrándose impávida en las aguas del mar en busca de la muerte.

A él, Heberto Padilla, hubo que enseñarle los instrumentos, salarle la existencia, encasquetarle luego en el exilio el infamante capirote de los apóstatas vacilantes... A otros, entre ellos algún crítico suyo, ni siquiera eso: bastó con mostrarles, en el turbio cristal de las tribulaciones del poeta, las consecuencias de la gran transgresión dentro y fuera de la Isla. Aludo, sin culpar ni singularizar, a todos aquellos que, mirándose en ese espejo, han optado por no correr albures.

El autor de
Fuera de juego, poemario que más que un desafío a las autoridades quería ser una llamada de alerta desde dentro, pecó por incongruencia. Jamás se repondría del todo de las secuelas psíquicas de aquel suplicio. El resto de su vida fue un ajuste de cuentas malogrado consigo mismo, con la impostura de aquella su aparatosa, pretendidamente irónica confesión pública a la que lo arrastrara el vicio de interpretar el mundo en clave retórica. En su descargo, hay que decir que es más fácil ser consecuente absteniéndose de toda acción comprometedora que arriesgándose temerariamente al cognosce te ipsum (“conócete a ti mismo”) en la picota pública, el calabozo o el exilio mondo y lirondo.

También la casi olvidada poetisa María Elena Cruz Varela incurrió en ese, digamos, error de cálculo. La promotora de la famosa “Carta de los Diez” se retractó antes de purgar la sentencia. La frase con que lo hizo, “Prefiero vivir como poeta a morir como política”, sonaba a apostasía. En verdad, la suya fue la reacción enajenante del reo que, percatándose de que su sacrificio apenas encuentra eco, se sientea solas frente a un poder arbitrario.

Por eso, tan pronto salí de la cárcel en noviembre de 1993, a la primera persona ajena a la familia que visité, sola y refugiada en casa de una hermana en el Vedado, fue a ella (la encontré baldeando las escaleras). Demostrativamente. María Elena, quien como Belkis es una personalidad compleja y atormentada, también fue en su momento tildada de “arrebatada” y “radical” en el exilio. De hecho, no encajaba en ningún lado.

Y en verdad la poetisa estaba desquiciada. ¿Se ha visto Usted, lector, sacado de su hogar en medio de la noche por la canalla enfurecida; bajado en vilo de un cuarto piso por las escaleras; asido por ambas manos a un carro patrullero, mientras en la plaza frente al edificio, percianas y balcones están cerrados, aúlla la turba y resuenan por altoparlantes canciones de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Sara González, Osvaldo Rodríguez...?

Imagínese que sentiría si en el trance le plantan delante a sus dos hijos menores y les gritan que su madre es una puta, una agente de la CIA, una traidora a la Patria y a la Revolución... Suponga ahora que, ya en cautiverio, enfermo, lo internan en una sala especial, le inyectan quién sabe qué fármacos, le administran un surtido de tabletas desconocidas y luego se pasa Usted años pesando el doble o el triple de lo normal sin que los médicos sepan a ciencia por qué... Añada que, aprovechándose de que el padre de su hijo menor es un extranjero incondicional al régimen, le retiran a Usted la patria potestad y la custodia de ese niño.

Remate este retablo de espanto con una secuencia en la que se apea Usted del avión en Barajas. Inenarrable sensación de alivio: ha quemado las naves; al fin se encuentra entre los suyos. Pero hete aquí que pronto se topa con la curiosa circunstancia de que, acá en Madrid triunfa ya experimentalmente la sucesión castrista: hijos de jerarcas del régimen, pulcros egresados de sus escuelas de élite, diligentes factotums de la burocracia cultural, intelectuales tránsfugas que jamás han hecho su outing, camaleones uneacistas que estamparon su firma debajo de un contracarta gubernamental donde le pedían a Usted la mollera allá en La Habana, etc., regentan a título vitalicio el negociado del exilio político.

Más aún, con la venia de las autoridades socialistas locales, le exigen a Usted gratitud por sus favores; "talante moderado" todo el tiempo en sus textos; hablar todos a una voz en tiempos difíciles, a fin de no perturbar la "paz social" en la Isla; corear esos lemitas importados de Europa (¡se las sabía todas Heberto!); ser siempre atildado, comedido y obediente bajo una sola batuta... En fin, que se enfrenta Usted, de sopetón, a un estado de cosas similar al descrito por el poeta en Fuera de juego: ...un paso al frente, y dos o tres atrás: pero siempre aplaudiendo. Única diferencia, nada desdeñable, por cierto: poder hacer las compras en Mercadona y el Corte Inglés.

Me valgo del caso de María Elena para no ahondar en el de Belkis, que ella planea contar dentro de poco en sus memorias. Como a Padilla, a la autora del subversivo poemario Hijas de Eva, Premio Nacional de Poesía Julián del Casal 1989 --otorgado, por cierto, por Manuel Díaz Martínez, el mismo presidente de jurado que premió en 1968 Fuera de juego--, le costó más caro hacer algo que no hacer nada. Ahora bien, supongamos que todos fuésemos tan atinados y prudentes, o, lo que viene a ser lo mismo, "políticamente correctos".

Heberto Padilla, como dije, me desconcertó en Berlín. Era un ser traumatizado, contradictorio, confuso. Polemista como soy, apenas lo contradije, limitándome a escucharlo, con asombro, pero igual con el respeto debido a un hombre que lo merecía. En ese sentido, sostengo que es una falta de respeto hablar de sus "quince minutos de gloria", como hace De Soria, llamar a Belkis “loca” o “tonta”. Y una insólita muestra de insensibilidad hacia el dolor ajeno.

Si no la hubiesen sometido a tortura psicológica en Cuba y excluido arbitrariamente del homenaje de la AECC a Padilla, no habría ocasión de gastar bitios en la blogósfera con ella y su historia. Sus improperios, que no son más “truculentos” que los de De Soria y Hernández Busto, son también reactivos. Por si fuera poco, Belkis da en el clavo cuando dice, repito: “No hay quien los descifre. La escritura de ellos es lenguaje de entendidos”.

La frase le viene como anillo al dedo a De Soria, cuyo artículo de marras, amén de abstruso, rebuscado y frívolo, está sobrecargado de citas superfluas. La clasificación escolástica entre poeta "mayor" y "menor" es una extrapolación de las escalas jerárquicas de un régimen de ordeno y mando al campo literario, donde las jerarquías las establece el gusto de cada lector.

¿Por qué versos como Por la orilla florenciente / que baña el río de Yara / donde dulce, fresca y clara / se desliza la corriente [...] / iba un guajiro montado / sobre una yegua trotona (El Cucalambé) habrían de ser "menores" que estos otros de Rubén Darío: La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa? / Los suspiros se escapan de su boca de fresa, / que ha perdido la risa, que ha perdido el color...? Yo sólo veo una diferencia jerárquica: la alcurnia de la idílica princesa.

Conque, como exhortaría Encuentro en la Red cuando el tema pasa de insustancial: ¡"A debate", señores catedráticos! Construid y desconstruid cuanto se os antoje. Pero, eso sí, sin metalenguajes derridanos ni citas de autoridades poéticas inapelables. Al grano, como en un examen de fin de curso. Bastará con un manual de rima y métrica española de los usados antiguamente en el bachillerato.

Por cierto, si mal no recuerdo, en aquellos tratados de preceptiva literaria la distinción entre "versos de arte mayor" (más de diez sílabas) y "versos de arte menor" (hasta ocho sílabas) se reducía a una cuestión de longitud. Ah, y los preceptores consideraban más difíciles a los "de arte menor".

Pero el dato que le pone la tapa al pomo de las injurias contra la poetisa, es que Jorge Luis Arcos haya tenido el desparpajo de intentar terciar en la disputa a nombre de Encuentro en la Red. Él, que no se ha inmutado en despejar las dudas acerca de su persona y representa a una AECC inasequible al aluvión de críticas de extrema gravedad que se le han planteado, se siente moralmente autorizado a erigirse en juez de Padilla y Belkis, a zanjar el pleito diciendo quiénes se equivocaron en qué, cómo y por qué, situándose, en tono aparentemente conciliador, a mitad de camino entre la pareja y sus críticos. ¡Inaudito!


Para colmo, lo hace con un texto de malabarista signado a la enésima potencia por esa pedantería de catedrático sofisticado que tanto repugna a la poetisa. (Borges ha de estar revolviéndose en su tumba: las sastrerías de ambas orillas del charco cultural cubano lo usan a porfía, igual para un roto que para un descosido.) No haberse evadido, según Arcos, fue lo que, en última instancia, perdió al poeta, que en definitiva sólo estaba aplicando demasiado al pie de la letra los postulados del “compromiso intelectual” sartreano. ¿En qué quedamos, compromiso o evasión? Palos porque boga y palos porque no boga...


Padilla, según él, se estrelló contra la "Historia", no contra el poder concreto, implacable, que todos conocemos. La culpa, insinúa, es del "totalitarismo", que los de la AECC no identifican con la Revolución Cubana y, consecuentemente, hacen todo lo posible porque el sucesor logre insuflarle nueva vida a ese cadáver histórico. Así, entre otras ventajas, nunca serían abiertos al público los archivos de la Seguridad del Estado, como sucedió con los de la STASI en la RDA. Y las actas de la Asociación serían incineradas o coninuarían siendo confidenciales.

Por último, lo de “un escritor que también fue su esposo”, según el comentario de Ernesto en mi blog, sería otro insulto, éste sí “de baja estopa”, si no fuese porque el ofensor parece desconocer la circunstancia de que las asechanzas de la Seguridad del Estado tuvieron mucho que ver en la destrucción de un amor que de otro modo pudo haber durado la vida entera. Sugiero que, si no está en el
insight, como creo, le pida disculpas a la “Brujita”.

El carácter y lenguaje de Belkis son harto frecuentes entre damas criollas. ¿O no? A mí me place así como es: vehemente, temperamental, genio y figura hasta la sepultura. Desde luego, nadie está obligado a compadecerse de ella, lo cual sería añadir alevosía al escarnio y no hago yo aquí por considerarla del todo cuerda, a rendirle pleitesía. Tampoco lo está pidiendo. Simplemente, está reclamando derechos que le asisten.

En efecto, he cargado las tintas con imágenes espeluznantes del acto de repudio a María Elena en Alamar. Con todo, la realidad mental del exiliado recalcitrante es, si cabe, tormento mayor que el paso físico por las "horcas caudinas" ( Diana Álvarez Amellde,
Penúltimos días) de la Isla: rumia cotidiana del calvario vivido, traumas a veces inconfesables por afectar el pudor, conflicto de conciencia e imagen, rechazo de quienes debían brindarle apoyo, sensación de minusvalía y descrédito, perdida del sentido de la vida, impulsos suicidas... Como para enloquecer. Yo aquí, ¿qué remedio?, ya sólo estoy haciendo literatura.

Tuesday 24 July 2007

La detención




Por Belkis Cuza Male

(Apuntes del 30 de abril de 1971)

[Lo que Belkis cuenta aquí es apenas el inicio de su vía crucis. Hubo más, mucho más doloroso y humillante. La suya no es locura sino neurosis crónica de disidente exiliado bajo acoso perpetuo por los cuatro puntos cardinales. Contra lo que alegan quienes lo han tenido fácil, su situación es aún más kafkiana en el exilio, donde no da su brazo a torcer y mantiene la moral alta. Intentar descalificarla tildándola de "loca", cuando no hace más que hundir el índice en la llaga aséptica de la "diáspora" intelectual, es una estratagema de baja estopa. En todo caso, su delito consistiría en su insobornable lucidez. Respuestas pertinentes, por favor. Y honor a quien honor merece. El Abicú]


Hace casi dos meses que no escribo una línea en este diario. No es extraño que me cueste tanto trabajo localizar un punto cualquiera en la memoria, no es extraño cuando se ha vivido en tan poco tiempo un cúmulo de situaciones dolorosas y absurdas.

Si quisiera reconstruir todo lo sucedido en estos últimos días tendría que comenzar la víspera de los acontecimientos, la noche en que Heberto me pidió que lo llamara alrededor de las nueve a la habitación de Saverio Tutino, en el Hotel Riviera, donde se reuniría con Jorge Edwards y Norberto Fuentes, para comprobar si había llegado. No queriendo utilizar nuestro teléfono bajé a la calle y llamé desde uno público. Tarde en la noche, ya Heberto en casa, alguien repitió el juego a la inversa, llamando a nuestra casa para preguntar con voz ingenua si “Luis” estaba ahí. Entonces no me percaté de que trataban de localizar a Heberto.

A la mañana siguiente --sábado 20 de marzo--, me desperté sin sospechar que en breve se iban a desarrollar ante mis ojos los acontecimientos que cambiarían el curso de nuestras vidas. ¡Qué claro lo veo todo ahora! Yo, de un sitio a otro con el manuscrito de la novela de Heberto, temerosa de que al menor descuido lo robaran, con una tensión alimentada por las visitas constantes de ese ser sin escrúpulos que se hacía pasar por amigo, de quien yo sospechaba --y con razón-- que espiaba para la policía; acosados a toda hora por una situación cada más incierta, que conllevaba un marginamiento absoluto.

Hacía rato que no le oía decir a Heberto con la seguridad de antes, que de lo único que podrían acusarlo sería de cometer “un delito de opinión”, y hacía dos días que Norberto Fuentes no salía de nuestro apartamento, que charlaba durante horas con Heberto, y yo no podía evitar el recelo que me producía su visita. Lo conocía bien, no era nuestro amigo, y desentonaba en medio de este pequeño mundo casi simétrico que no admite de por sí nuevas “adquisiciones”. No, no encajaba aquí, entre los libros y la intimidad del estudio, de eso estoy segura. Su mundo era otro.

Y hacía rato que sentíamos sobre nosotros las miradas sagaces de unos ojos vigilantes, sin rostros. Estábamos siendo observados, cuidadosamente seguidos, y aquella mañana, sin duda, lograron sorprendernos.

Adormilada todavía fui y me asomé a la mirilla, estaban tocando a la puerta. Eran alrededor de las siete. No se veía nada, porque el pasillo está siempre a oscuras y es difícil distinguir un rostro en la penumbra.

Sin saber bien por qué pregunté con miedo, casi aterrorizada, quién era. Del otro lado me contestó la voz impresionante del hombre de los telegramas. Entonces pude verlo por el pequeño agujero de la mirilla: tenía una expresión terrible y un rostro muy negro. Cuando corrí a contárselo a Heberto, me dijo que no le abriera, que tirara el telegrama por debajo de la puerta.

--Lo siento, tiene que firmar.

Yo sabía que aquel hombre no traía ningún telegrama, yo casi estaba segura de que se trataba de la policía, pero Heberto seguía negándose a que yo abriera la puerta. ¡Qué tumben la puerta!, gritaba, como si con eso pudiéramos evitar algo.

Pero fui y abrí porque tenía miedo de que mi negativa tuviera mayores consecuencias y no quería prolongar mi angustia.

Todo se produjo a un tiempo: el empujón contra la puerta, aquel "¡Seguridad del Estado!" voceado por el gigantesco negro, su carnet de la policía secreta casi incrustado sobre mis ojos, y aquellos doce o trece hombres que se abalanzaron pistola en mano dentro del apartamento.

No fue preciso que reaccionara, porque uno de ellos se ocupó de gritarme que me sentara en una silla próxima. Y al poco rato vi aparecer a Heberto, vestido con aquel pantalón pitusa [jeans] que le había regalado Efraín Huerta, de color crema, y la camisa de checa de mangas largas, a cuadros amarillos y azules, seguido de un grupo de policías que aún no habían guardado sus armas, como si se tratase de impedir la fuga de algún peligroso criminal.

Lloraba dominada por los nervios: frente a mí se estaba produciendo una escena extrañìsima, difícil entonces y ahora de ubicar. Las pesadillas se sucedían. Un enano moreno comenzó a tomar fotografías del apartamento, de mí, y de cuanto le llamaba la atención. No se salvó la ilustración de la revista americana donde anunciaban aquel whisky matizado de ideología: "Sólo hay tres países donde no se vende: Viet Nam, Corea del Norte y Cuba", decía el anuncio que yo había enmarcado y puesto en la pared.

Yo, que coleccionaba anuncios, iba a ser juzgada ahora por mi ingenuidad. El dolor y el miedo pueden engendrar su propia rabia, porque no sé cómo, saqué valor y le grité al hombre con cara de fotógrafo, que retratase también ese otro cuadro gigantesco donde asomaba mi poema junto a un dibujo casi litúrgico del Ché. Ocupa casi toda la pared principal de esta sala-comedor hasta rozar el techo, y es imposible no verlo. Fue un regalo de Alberto Mora, al finalizar la exposición del Departamento de Cultura de la Universidad. Pero el hombre no se dio por enterado, su misión consistía en que no se le escapase ninguna huella de delito que pudiera servirles para acusarnos de disidencia política. Aquel Ché le debió parecer obvio, para disimular, así que continuó implacable en su búsqueda.

Sin dejar de llorar, invoqué el nombre de Dios, oré en silencio, tratando de encontrar una respuesta. Repetía una y otra vez el Padre Nuestro y el Ave María. De pronto, el ruido de algo que chisporroteaba en el fuego llamó mi atención. Era una vieja lata de melocotón, ahora vacía, que yo había puesto al fuego con agua, momentos antes de que tocaran a la puerta. Estaba preparando el café y me había vuelto a la cama en espera de que hirviera. Consumida el agua, ahora chisporroteaba. Finalmente, el policía fue y cerró la llave del gas.

Al mismo tiempo, me invadió una paz enorme, una tranquilidad nunca imaginada, y desde algún sitio de mi universo sentí una voz que me decía: "No te preocupes, nada les pasará. Todo se ha acabado". A pesar de mi estado de "beatitud", traté de ser realista, y quise contradecirme, alejar las falsas esperanzas, porque mi "corazonada" me parecía demasiado ilógica. ¿Qué podíamos esperar; cómo no temer a los años desperdiciados en una cárcel, cómo no sentir miedo ante la pérdida de la libertad? ¿Es que acaso no habían dado ya el primer paso? ¿No se habían llevado a Heberto a los cuarteles de la Seguridad del Estado?

Una voz me hizo volver a la realidad. Los policías que se habían hecho cargo del registro comenzaron su labor implacable de destrucción. Eran brutales. En un segundo crearon un caos absoluto, sobre todo porque el nuestro era un pequeño apartamento. Aquí no había más que libros y algunos cuadros en las paredes: un lugar de trabajo para un par de escritores, eso es todo.

Todavía me acompaña la sensación de náuseas. Pedí que me dejaran ir al baño (a mi propio baño) y tuve que volver tres veces. Yo no soñaba, sabía que aquella voz que quería parecer amable, la del jefe del grupo, un hombre de estatura baja y regordete, me preguntaba ahora dónde habíamos escondido la novela.

--¿Por qué no nos evita la búsqueda y nos dice dónde está?
Entre sollozos, le contesté como pude, tratando de no delatarme con algún movimiento involuntario de mis ojos.

Me dejó por imposible. Lo vi entonces dar media vuelta e internarse en nuestra habitación. Pero enseguida, una voz alarmada, que llegaba desde el cuarto de mi hija, puso a todos sobre aviso: "Miren esto! ¡Aquí está! ¡Aquí está!"

Había aparecido la primera copia de la novela. Con el movimiento de los libros del pequeño estante que hay en la habitación, un cuadro se deslizó de la pared y una de las copias cayó al suelo, dejando al descubierto el escondrijo: la parte posterior del marco formaba una cajuela perfecta para albergar la copia.

Enseguida comenzaron a desmontar todos los otros cuadros que colgaban de las paredes: implacables cuchillas rompían los enmarques, en una búsqueda inútil porque no volvieron a encontrar copia alguna detrás de estos, pero aparecieron en otros sitios, como si de pronto, todas hubieran estado a la vista.

Oí entonces el comentario sarcástico del jefe: "¿Así que no sabía dónde estaba!, eh?".
Tenían ya en su poder las cinco copias que Heberto le había mandado hacer al mecanógrafo, aquel señor asustadizo del que no he vuelto a tener noticias, que entonces parecía aterrarse más y más en la medida en que avanzaba con su trabajo.

Me abandoné a los malos pensamientos. Se habían llevado a Heberto, habían encontrado las copias del manuscrito de la novela, y era imposible, pensaba, que aquello tuviese un final feliz, o por lo menos entonces me parecía muy lejano. Sumida en estos amargos pensamientos, sin dejar de llorar, comprendí de pronto que mi última esperanza estaba a punto de desvanecerse si no ocurría un milagro.

Uno de los policías, un joven largo y flaco, se acercaba lentamente al cesto de mimbre que había en la sala-comedor, y donde estaban depositados algunos juguetes de mi hija. Iba a comenzar a registrar allí, cuando de súbito el jefe lo interrumpió con voz de mando: "No, déjalo". Y a mí me pareció milagroso.

Su orden evitó a tiempo que se llevaran el original de la novela. Yo misma la había ocultado ingenuamente en ese sitio: se trataba de una copia llena de tachaduras, resguardada entre dos tapas azules de cartón y envuelta en un "nylon". Me he prometido a mí misma que no se lo diré a nadie, que dejaré en manos del destino su salvación.

Entonces apareció el jefe de la "operación" de detención y registro, y comenzó a cerrar las ventanas del apartamento y a decir que tenía que acompañarlos a la Seguridad del Estado para firmar algunos papeles relacionados con la detención de Heberto. Me negué una y otra vez, sabía que aquél no era el procedimiento habitual, estaba segura que pretendían engañarme. Pero de nada me valió negarme. A mi alrededor el desorden era impresionante, había libros tirados por el suelo, cuadros destrozados, así que supe que mi única opción era acompañarlos.

En unos minutos el apartamento quedó cerrado y el responsable del grupo dio una orden que yo no logré entender. Fue entonces que le rogué ingenuamente que me permitiera ir a informarle al vecino, que a su vez era presidente del Comité de Defensa, y que vivía en el edificio, lo que había ocurrido en mi casa. ¡Qué absurdo de mi parte! Como si valiera la pena que ese señor de voz agudísima y espejuelos negros a perpetuidad, un velado enemigo de todo el que no pensara como él, se enterase de nuestra situación.

Por supuesto, me respondieron que no era necesario, que tenían prisa, y comprobé que uno de ellos se iba quedando rezagado a propósito, mientras me alejaba escoltada por la policía, por aquel pasillo casi en penumbras. Sin duda, trataban de evitar que yo llamase la atención de los vecinos. Pero yo no cesaba de llorar.